En febrero de 1979 Homero Grillo volvió a su primer hogar.
El tiempo había hecho su obra, una vida había corrido. La casa de su infancia estaba en pie: solitaria, vacía, abandonada.
Pero estaban intactos los recuerdos: su familia íntegra, la figura ponderada del padre como eje de aquel pequeño universo hogareño, la ternura empeñosa de la madre, la inflexibilidad de la abuela materna, la cotidiana camaradería de los hermanos, “hermanos y amigos” como rezaba el lema de los Grillo.
Estaba presente el espíritu solícito de Socorro y la sabiduría callada de la vieja india que sentada en cuclillas estudiaba sus yuyos y preparaba los brebajes curativos que sanaban los males de todo el vecindario.
Y los amigos de siempre, los Piquinela, los Barrera, los Patrón, los Leytes, los Elorza…
La reja del viejo establecimiento había desaparecido, pero en el aire emergía aún el clima de los encuentros lugareños y en el piso del patio, medio oculta entre los yuyos, una taba proclamaba la perennidad de las horas de esparcimiento que se vivieron antaño.