CARTA DE RENUNCIA A LA DIRECCIÓN DEL NÚCLEO DE LA MINA
La Mina, 20 de marzo de 1961
Sr. Director General de Enseñanza Primaria y Normal,
Dr. Felipe Ferreiro.
Sr. Director General:
He tomado conocimiento de la resolución que el día 13 de marzo último dictó el Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal en relación con el funcionamiento del Primer Núcleo Escolar Experimental de La Mina, Cerro Largo, que hasta el momento he tenido el honor de orientar y dirigir.
Ante dicha resolución me considero en el deber de elevar a Vd. mi renuncia al cargo de Director del Núcleo que con carácter interino se me asigna en la misma.
Entiendo que las razones de este acto deben quedar claramente documentadas, porque así lo requieren la importancia pedagógica del asunto y mi conciencia de maestro.
El Núcleo Escolar ha funcionado durante seis años, finalizando ahora su segundo ciclo experimental de tres años. A la hora de dar opinión sobre la labor cumplida y de pronunciarse sobre el futuro de la institución, el Consejo comienza por declarar “que no existen suficientes elementos de juicio que habiliten a criterio del Consejo para juzgar respecto al resultado de la obra escolar y social, cumplida hasta el presente por el Núcleo Escolar Experimental de La Mina, y que ello se debe en gran parte, al régimen que implantara la resolución del 7 de octubre de 1954, ya que por el sistema de contralor que establece, se dio intervención exclusiva al Cuerpo de Inspectores Regionales, desentendiéndose el Consejo del ejercicio de potestades que sólo a él pertenecen legítimamente”.
Todo el resto de los considerandos, así como el contenido preciso de la resolución, están dedicados a impugnar y modificar aspectos de la resolución del 7 de octubre de 1954, por la que el propio Consejo de Enseñanza puso en marcha el Núcleo Escolar.
No hay en el documento una palabra de contenido técnico, ni una referencia al trabajo cumplido con niños, jóvenes y adultos, ni una resonancia a las inquietudes que La Mina ha despertado en el magisterio y en la opinión pública, ni una mención a la documentación existente en carpetas de ese Consejo, ni siquiera un asomo de gratitud a más de veinte jóvenes educadores que durante seis años sirvieron con devoción un ideal tan respetable como el de la escuela rural.
La experiencia sobre la cual el Consejo que Vd. preside debió haber opinado, es ignorada en el documento y esta ignorancia es la que confiere a la resolución una invalidez técnica definitiva.
El Consejo señala no estar en condiciones de opinar y atribuye la culpa a un régimen que, según dice, otorgaba todas las competencias a las Inspecciones Regionales sin reservar ninguna al propio Consejo. Me atrevo a señalar la falsedad de este argumento: sin duda las Inspecciones Regionales, cualesquiera sean las atribuciones que se les confieran, están sometidas a la superior jerarquía administrativa del Consejo. A casi dos años de haber iniciado su actuación, la Mayoría del Consejo no puede, recién, advertir y sostener que una institución bien definida del organismo escapaba a su contralor. Y digo “la Mayoría” porque me consta que los Sres. Consejeros de la Minoría están en condiciones de discutir acerca del Núcleo de La Mina en planos más elevados, atendiendo más a fines y a realizaciones que a aspectos reglamentarios.
Pero ya que el propio Consejo manifiesta no poseer suficientes elementos de juicio en esta materia, yo me he de permitir reforzar su propia tesis, recordando que existen otras razones, mucho más poderosas que la que da el Consejo, para explicar su desconocimiento.
Apenas instalado el actual Consejo de Enseñanza, los miembros de la Comisión Asesora de Educación Rural, entre los cuales me contaba, solicitamos ser recibidos por el Consejo. Deseábamos cambiar ideas respecto a los servicios de la Sección Educación Rural, uno de los cuales es precisamente el Núcleo de La Mina. Solicitó la audiencia verbalmente el Sr. Inspector Técnico, Presidente de la mencionada Comisión Asesora, y meses más tarde, debió hacerlo por escrito. La audiencia no fue concedida y nunca se cursó recibo de un largo informe que se nos requirió, como sustituto del fértil cambio de ideas alrededor de una mesa de trabajo.
Tampoco provocó el comentario oficial la cartilla “A propósito de la Educación Rural en el Uruguay”, elaborada por la Sección Educación Rural, ni mereció un simple acuse de recibo la cartilla “Cinco años de Educación Rural en La Mina”. Ambas fueron enviadas a los cinco señores Consejeros y daban cuenta de los temas que hoy declara desconocer el Consejo.
En octubre de 1959 visitó el Núcleo de La Mina el Sr. Ministro de Instrucción Pública y Previsión Social, Dr. Eduardo Pons Echeverry. No fue invitado por el Consejo Nacional de Enseñanza, sino por un funcionario internacional, la Srta. Margaret J. Anstee, Representante de la Junta de Asistencia Técnica de Naciones Unidas en nuestro país, quien seguía con la mayor atención nuestra experiencia. Me consta que el Sr. Ministro hizo lo posible por llegar a La Mina en compañía de alguno de los señores Consejeros. No lo consiguió, perdiendo así el Consejo una oportunidad de tomar conocimiento directo de los trabajos que se cumplían en la zona.
En diciembre de 1960, dieciocho integrantes del personal del Núcleo Escolar viajamos a Montevideo para entrevistarnos con todos los Sres. Consejeros, hacerles saber que el segundo plazo experimental de tres años había finalizado y exponerles algunos puntos de vista relativos al futuro de los núcleos escolares, elaborados días antes en jornadas cumplidas en La Mina con la presencia y ayuda de los Sres. Inspectores Regionales y del Sr. Inspector Departamental. Como sería innecesario aclarar, debimos costearnos los gastos de estadía y los que provocó un viaje de casi mil kilómetros. El Sr. Director General nos escuchó atentamente durante media hora sin comprometer opinión sobre los asuntos que le presentó la delegación. El Consejero Maestro Sr. Mascaró nos hizo saber por su Secretaria que no nos recibiría, pues a su juicio bastaba con que hubiéramos conversado con el Sr. Director General. El Consejero Maestro Sr. Cazarré escuchó nuestro anuncio respecto a la finalización del plazo concedido a la experiencia, pero se negó rotundamente a oír idea alguna relativa al futuro de la institución, que era, desde luego, el motivo determinante del viaje y de las entrevistas. Los Consejeros de la Minoría, Sres. Gómez Haedo y Vidal dedicaron a la delegación por lo menos una hora cada uno, escucharon sus planteamientos, aportaron sus propias ideas y comprometieron pleno apoyo a la etapa de ampliación del sistema de los Núcleos Escolares, que en aquel momento creíamos segura, ya que los presupuestos presentados al Parlamento tanto por la Mayoría como por la Minoría, incluían los cargos necesarios para hacer funcionar cuatro Núcleos Escolares.
¿Habrá necesidad de decir que el resultado de nuestro viaje no nos satisfizo y que, sin poderlo evitar, la forma en que fuimos atendidos por la Mayoría nos causó dolor y nos llenó de temores?
Agréguense a todo esto las dificultades existentes para tener entrevistas con el Sr. Director General en la propia sede del Consejo, donde no existe un régimen de concesión de audiencias que garantice el tratamiento oportuno de los problemas que afectan al servicio o a los funcionarios, de lo que tengo ingrata y reciente experiencia personal.
Ahora el Consejo de Enseñanza, por voto de su Mayoría, declara no estar en condiciones de juzgar. No puede admitirse que se señalen, como causa de esa situación, los presuntos defectos de la resolución que puso en funcionamiento el Núcleo. La falta de “suficientes elementos de juicio” que invoca el Consejo proviene de esta actitud general de desconocimiento y del hecho de no haber sometido a análisis ciertos documentos existentes en el organismo, tales como los informes de visitas del Inspector Departamental, el dictamen de fines de 1957 de los señores Inspectores Regionales y Departamental, las notas enviadas por los vecinos en la misma fecha, los compromisos contraídos con la UNESCO, la recomendación de la Comisión de Presupuesto de estabilizar el Núcleo de La Mina y crear otros, el testimonio del Sr. Ministro de Instrucción Pública emitido en el Paraninfo de la Universidad, y otros muchos.
El texto de la resolución del Consejo de Enseñanza de 13 de marzo no merece, finalmente, ser analizado en detalle, por cuanto su carencia de fundamentación válida le quita seriedad, reduciéndolo a la condición de un documento lesivo para los realizadores de la obra.
La primera razón, pues, de mi renuncia radica en la falta de un pronunciamiento concreto del Consejo de Enseñanza sobre el trabajo que durante seis años se ha cumplido en La Mina.
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Veamos ahora un segundo aspecto de la cuestión cuya exposición no puedo evitar.
El Consejo de Enseñanza no ha conocido directamente el trabajo de La Mina. Pero quienes se aproximaron a él, desde muy distintos lugares del país y del mundo, sintieron invariablemente cuánta emoción había en la tarea. Nuestro trabajo no debe medirse por sus obras materiales, ni tampoco porque haya ensayado nuevos recursos pedagógicos. Miramos con modestia la obra realizada. Aún nos parece muy alejada de la que debe llegar a ser. Pero tenemos la pequeña vanidad de haber entrado a fondo en el corazón de los niños, los hombres y las mujeres. Estamos seguros de haberles ganado, no sólo en afecto hacia nosotros, sino en actitud hacia sí mismos y hacia la colectividad. El esfuerzo que por su voluntad realizaron los jóvenes educadores de La Mina, entre los que debemos tener una palabra de especial recordación para las Enfermeras Universitarias, ha dado frutos. No les importó la lluvia, el barro, el frío y el calor, el sacrificio del descanso bien ganado y el renunciamiento a mejores posiciones. Su esfuerzo resultó siempre bien compensado. Se vivió en la zona un proceso de desarrollo espiritual, sanitario, económico, cultural y familiar, pacientemente estimulado por el ejemplo de todos los días y de todas las noches de este grupo de maestros. No hacían, desde luego, nada extraordinario, ni iban más allá que cualquiera de sus colegas conscientes del deber. Pero tenían a su favor la gran ventaja de trabajar unidos fraternalmente y siempre con una canción en los labios.
Yo he sido casual promotor y atento testigo del despertar profesional de estos jóvenes maestros, algunos de los cuales ingresaron al Núcleo como estudiantes magisteriales, pero supieron exponer años más tarde su experiencia en otras tierras de América.
Y esta devota y emocionante contracción al trabajo del equipo de La Mina, ganaba a quienes nos visitaban, ganaba a nuestros supervisores, ganaba a nuestros vecinos. Algunas veces, solemnes discursos oficiales hicieron alusión a este hecho, tan sencillo pero en cierta medida inusitado, de que los jóvenes maestros de La Mina sacrificaran otras posiciones y comodidades para estar allí, sirviendo con tanta dificultad y con tan escasos medios su ideal de ayudar desde la escuela a vivir mejor a los hombres. Y nadie crea que todo el mérito viene del sacrificio y de la emoción. Ellos son también maestros profesionalmente maduros y valiosos.
Ahora el Consejo ha dispuesto otra cosa. Ya no podremos hablar del equipo de La Mina. De veintidós maestros, cinco, en el mejor de los casos ocho, quedan en La Mina; los demás se alejan obligadamente, dejando su lugar a nuevos colegas. ¡Qué felices nos hubiéramos sentido si este alejamiento hubiera obedecido a la puesta en marcha de los cuatro Núcleos Escolares que el Consejo de Enseñanza incluyó en su inicial proyecto de presupuesto!
Yo no puedo aceptar esta medida y ver sin protesta cómo la mayoría de mis compañeros de trabajo dejan a su pesar La Mina. Estaba en las manos de la autoridad subordinar los reglamentos a las necesidades del servicio y no lo inverso, como ha sido hecho. Y esto no sólo por razones de orden humano, muy de tener en cuenta en este caso, sino también por una razón de orden técnico que aconseja que quienes han adquirido especialización útil al país sean aprovechados en los cargos correspondientes a esa especialización, como es el caso concreto de diez compañeros que tienen seis años de actuación en La Mina. Siete de ellos han salido al exterior a recibir entrenamiento ajustado a nuestro plan de trabajo. Todos han sido calificados con altas notas, todos han de estar ausentes, de ahora en adelante, de la zona donde quieren seguir actuando y donde aún se les necesita.
Digo entonces que mi renuncia obedece en segundo término a la imposibilidad personal de aceptar estas disposiciones del Consejo, no porque resista trabajar con otros colegas, sino porque de algún modo, y yo no tengo otro a mi alcance que la renuncia, debo rechazar este trato que se da al equipo de La Mina.
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Tratemos finalmente de ver, porque es indispensable, lo que debió ser motivo de claro pronunciamiento técnico, cualquiera fuera el signo del dictamen.
¿Qué es lo que está en juego en este momento en La Mina?
Hay quienes tienden a tratar los problemas del hombre en base a abstracciones. Privado de una sustentación real, su pensamiento se vuelve evasivo, impreciso, frío.
En materia de educación, esta tendencia conduce a las generalizaciones, a los enunciados vacuos, a las apelaciones al Hombre eterno, que es un hombre distinto a cada uno de los hombres que conocemos. La pedagogía que resulta de ello es presuntuosa e inútil. Quiere ser cierta para tantos seres que acaba por no venirle bien a ninguno. La educación deviene una simple especulación académica, más que un instrumento al servicio de la vida.
La experiencia de muchos años me ha enseñado que la educación no puede dar la espalda a la vida. Ella es parte de la vida misma, de la vida como acontecer concreto en la jornada de los individuos y de las colectividades. Esta no es una concepción materialista. Creo que la aventura humana es más digna cuanto más libre y más alto sea el vuelo del espíritu. Pero, siguiendo a Vaz Ferreira, no puedo dejar de tener en cuenta los fundamentos reales de los idealismos.
Cuando por primera vez actué frente a niños descalzos, sucios, hambrientos, hace ya de esto bastantes años, comprendí que ser educador era realmente un compromiso simultáneo con la realidad cargada de problemas y el ideal poblado de esperanzas. No podía en mi angustiado trabajo de maestro joven sustraerme a ninguno de los términos de esta ecuación. El presente y el futuro se contradecían brutalmente y no era nada fácil, en aquella mi soledad inicial del rancherío norteño, escapar al clamor de una realidad dolorosa, seducido por la imagen de un mañana mejor.
Después, por todos los caminos de nuestra América encontré el mismo cuadro. Mayorías famélicas y discursos en torno a la grandeza del destino común. El C.R.E.F.A.L. me hizo comprender la responsabilidad de la educación en esta tarea de aproximar las miserias del hombre presente a su grandeza de futuro. Y me indicó caminos. El círculo vicioso de la ignorancia, la miseria y la desesperación que mantiene ahogados a millones de hombres, puede ser vencido por la educación. Es posible, lo será siempre, hacer resurgir en el hombre el ansia de la vida plena. Despierto o adormecido, el impulso que nos lleva a todos hacia adelante es la fuerza más poderosa de la humanidad. Una parte de ella puede concretarla en mayor bienestar, en progreso creador, en elevación material y espiritual. Pero para más de mil millones, por razones distintas y complejas, la idea de que es posible una vida sin hambre y sin desesperación, no pasa de ser una intuición, un anhelo o un hecho totalmente ignorado.
Las últimas décadas han sido testigo de hechos sociales que tienen el sentido de una reparación y de un despertar. Tras la segunda guerra mundial, pueblos enteros han logrado su independencia y ha sido sometida a la discusión común la cuestión del desarrollo de aquellas zonas donde el hombre, más que gozar la vida, la padece. Así han surgido instituciones, proyectos, métodos de trabajo que, al recoger la vieja experiencia del hombre en su lucha por la dignidad, la sistematizan y le dan el carácter de una gigantesca empresa común. La educación, dentro de este cuadro, ha comenzado a tener el sentido de una acción recuperadora, de una marcha atrás para alentar a los rezagados y acortar la distancia que los separa de los niveles de vida ya alcanzados por otros.
La educación fundamental, la educación de la comunidad, la educación de adultos, la educación rural, traducen un propósito común de servir al hombre en los términos más realistas, haciendo de la toma de conciencia de sus problemas actuales el comienzo de una lenta pero persistente obra de desarrollo. Todos aquellos que han asumido la responsabilidad de este enfoque educativo y han sabido conectarlo debidamente con los esfuerzos en los campos económico, político y social, han llegado a la conclusión de que la educación es herramienta indispensable en esta gran tarea de borrar de nuestro globo la vergonzosa mancha de la miseria.
América tiene también analfabetismo y hambre, pueblos que desean ansiosamente liberarse de la angustia, y esfuerzos educativos que extienden por llanuras y montañas la buena nueva de que ello es posible. Todo esto tiene el sentido de lo necesario, de lo que surge de las raíces mismas del Continente, para llevar inexorablemente al florecimiento de sociedades felices. Me parece que es simplemente una cuestión de tiempo, más que de principios. Éstos son claros: el sentido dinámico moderno de la democracia no puede ser otro para los americanos que el de un gran esfuerzo colectivo por hacer efectiva la libertad, basándose en la satisfacción plena de todas las necesidades humanas. Un hombre desesperado no es un hombre libre, aunque las leyes hablen de él como si lo fuera.
Al Uruguay le ha hecho un daño tremendo su especial ubicación en el conjunto americano. Durante muchos años nos ha resultado favorable toda confrontación. Hoy, no sólo se ha agudizado la pobreza general de los campesinos, sino que ha entrado en ellos, progresivamente, el descreimiento en las posibilidades de la vida rural y el ansia de retomar la ruta de progreso emigrando a las ciudades, en tanto en éstas se mira con azoramiento creciente un porvenir amenazado por la subproducción del país. No existe en nuestra patria ningún esfuerzo organizado por enfrentar la realidad. Artigas continúa esperando quien prosiga su obra de transformación agraria. Nuestras producciones rurales básicas están estancadas pese al formidable avance universal de la técnica. Durante todo este siglo hemos hablado de la inhumana coexistencia del latifundio y del rancherío, limitándonos a verlos crecer, el uno en su opulencia, el otro en su frustración humana. Se ha ido acentuando en gobernantes y pueblo una actitud de indiferencia hacia los problemas sociales del campo. Son problemas aparentemente menores, porque gran parte de los habitantes del país trabajan, comen, tienen techo y gozan de la vida. Entre tanto, decenas de miles carecen de trabajo permanente, comen ensopados aguados, habitan en ranchos insalubres y aprenden desde el nacimiento que la vida no es pródiga en risas y canciones.
Yo he oído decir al Sr. Director General que el habitante de nuestros campos disfruta prácticamente de un mismo nivel de vida que el de las ciudades. Ello puede ser relativamente cierto para algunas regiones del país, pero los maestros de muchas zonas campesinas hemos visto a niños de vientre hinchado por la malnutrición, afiebrados sobre cojinillos, separados del médico por muchas leguas de mal camino. Hemos visto a las madres envejecidas prematuramente, con el rostro endurecido por la ansiedad, privadas de sociabilidad y esperanza. Hemos visto a muchos jóvenes valiosos huir del trabajo escaso y mal pagado para refugiar su hambre de seguridad en los cuarteles. Hemos visto a hombres maduros, perdida ya la ilusión de la lucha creadora, levantando como parias ranchos cada vez más pobres, para terminar en la triste condición de pensionistas o de habitantes de un suburbio a donde nunca hubieran ido a parar con los suyos si la buena tierra les hubiera ofrecido pan y esperanza. Sí, conocemos bien este cuadro, que señala una existencia rural muy distinta de la urbana, que denuncia un trauma social y que constituye un desafío a nuestras fuerzas de educadores. Durante años gritamos, luego discutimos, hoy sencillamente trabajamos. Y todo el que ha querido tener ojos y oídos sabe que la escuela rural se ha afirmado, año tras año, en esta convicción: o se inicia donde haga falta una acción educativa recuperadora, o nuestras gentes humildes del campo seguirán deslizándose hacia una definitiva frustración.
Este es asunto de clara competencia del Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal, porque, sin perjuicio de reconocer en qué gran medida es también un problema que atañe a todos los órganos del gobierno y a todos los ciudadanos de la República, sin duda la educación debe cumplir en tales casos su función primaria y transmitir al hombre las conquistas del hombre, entre las que están tanto aquellas que se refieren a la vida material como las que tocan a la espiritualidad. Los maestros del campo reclamamos un puesto de trabajo en el esfuerzo nacional por liberar del miedo y la incertidumbre a buena parte de la población rural y no daremos un paso atrás en nuestra ya vieja resolución de hacer de nuestras escuelas centros de vida y esperanza. Y aunque a algunos de mis colegas les resulte molesta la exigencia, o a los observadores del afán ajeno pueda parecerles mistificación o quimera, repito que cabe a la escuela rural y a sus maestros la responsabilidad de promover en niños, jóvenes y adultos el legítimo deseo de una vida de plenitud. Si así no fuera, si esta necesaria función no fuera comprendida por los profesionales obligados a cumplirla o por las autoridades llamadas a apoyarla, la educación carecería de sentido y traicionaría el destino de nuestros hijos.
Es claro que esta actitud progresista provoca cambios y que los cambios traen nuevos problemas. Pero, ¿puede alguien desear el estancamiento de la nación? Las consecuencias sociales y políticas de este planteamiento no deben asustarnos. No puedo entender que la política sea algo desligado de la vida y por tanto, no la concibo sino sirviendo al progreso del hombre, en lo que creo que tiene muchos puntos de contacto con la educación. Y así, me parecería del más alto interés nacional que políticos y educadores estuviéramos de acuerdo en asignar a la escuela del campo una función fundamental en la transformación de la vida social, encomendando a los maestros que junto a los médicos y a los agrónomos, hoy casi ausentes del escenario campesino, promovieran, por todos los medios a su alcance, la incorporación de hombres y mujeres al patriótico propósito de mejorar su nivel de vida, hoy deficitario. Hay dos maneras de encarar estos angustiosos problemas de nuestro campo: la agitación demagógica y el trabajo técnico constructivo. Me parece indispensable que hagamos todos los mayores esfuerzos a favor de esta segunda fórmula.
A esta concepción de la política educacional que el país necesita nos referimos los maestros cuando hablamos de “educación rural”, palabras que hoy son impugnadas por el Sr. Director General, pero que para nosotros resultan apropiadas, porque resumen tanto como nuestro pensamiento, nuestra actitud y nuestra esperanza.
No estoy seguro de que siempre deba ser así, pues no he pretendido enunciar verdades inmutables que por otra parte no existen en materia de educación, sino señalar una clara responsabilidad de presente.
Sería excesivo por extenso, aunque no innecesario, detallar todo lo que los maestros hemos hecho por llegar a este punto y destacar el inmenso cariño con que hemos ido dando nacimiento y desarrollo a cada una de las instituciones necesarias al cumplimiento de estos fines. Estaría fuera de lugar también explicar ahora que el Núcleo de La Mina es parte de este proceso y entrar a dar cuenta aquí de sus fines, de sus métodos y de sus logros. El trabajo está aquí, en La Mina, abierto a quien quiera saber de él y el Consejo de Enseñanza Primaria cuenta, si desea emplearlas, con vías de asesoramiento correcto. Pero una conclusión dolorosa surge con total claridad y ella es que la supresión de la Sección Educación Rural y de los Núcleos Escolares del presupuesto, así como otras medidas recientemente adoptadas, son clara manifestación de que los Sres. Consejeros de la Mayoría no piensan como nosotros. Es ésta, como se desprende de la importancia del asunto, una discrepancia fundamental.
Resumo, pues, esta parte de mi exposición diciendo que la tercera razón de mi renuncia está dada por esta evidente oposición entre lo que los maestros pensamos que debe ser nuestra escuela campesina y las disposiciones adoptadas por el Consejo de Enseñanza que afectan al desarrollo de la educación rural.
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Estas tres razones que me he permitido analizar extensamente me llevan a pedir al Sr. Director General se acepte esta renuncia y se me exima del dolor de ver desfallecer este trabajo.
Con ello se cierra un episodio más en la lucha del magisterio rural. No hemos alcanzado aún el triunfo, ni aceptamos sentirnos derrotados, porque cada día somos más y sabemos mejor lo que queremos. La jornada ha sido intensa, pero llena de goces, que son nuestros para siempre. Y la fe en nuevas jornadas, luminosas y fecundas, no nos abandonará jamás.
Saludo al Sr. Director General muy atentamente.
Miguel Soler.
Escrito en 1961