Texto tomado de la obra “Dos décadas en la historia de la escuela uruguaya” escrito por la Maestra Elda Manrique. (1987)
Tuve la suerte de integrar el grupo de becarios que realizó los cursos regulares, dictados a lo largo de 1960, en el Instituto Normal Rural de Cruz de los Caminos, kilómetro 40 de la ruta 7, departamento de Canelones.
Resulta difícil ordenar el sinnúmero de imágenes de todos los tipos, recuerdos, vivencias que se agolpan al evocar aquella experiencia de vital importancia en mi vida de maestro, es decir en el aspecto profesional, así como en el personal, en lo que a ser humano concierne. Y a pesar de los 26 años transcurridos, es tal la riqueza de situaciones distintas, tanto en el orden profesional como en el personal, que la jerarquización de las mismas se torna dificultosa, máxime cuando todas ellas quedaron impregnadas de un hondo sentimiento semejante tal vez a una religión, a un credo.
Allí se nutría el misticismo de la doctrina de Educación Rural; allí se hacían realidad y cobraban contenido, corporeidad, conceptos o enunciados tales como: compañerismo, trabajo en equipo, evaluación, autocrítica, escuela activa, mejoramiento de la acción de nuestra Escuela Campesina, etc., etc.
Al Instituto Normal Rural se llegaba en calidad de becario (se percibía el sueldo de maestro) y se convivía en régimen de internado durante el año lectivo, ausentándose del Instituto, si se deseaba, un fin de semana cada quince días, o en vacaciones de invierno y primavera.
Las Inspecciones Departamentales que hacían el llamado entre los maestros efectivos (no recuerdo exactamente las condiciones exigidas, creo había puntos que contemplaban experiencia mínima y edad máxima) efectuaban la selección de los aspirantes. Se integraba así el grupo con maestros de ambos sexos, provenientes de todos los departamentos de la República.
Muy variadas eran las motivaciones de los que iniciaban el curso: algunos veían la posibilidad de acercarse aunque fuera por un año a la capital y aprovechar cines, teatros, exposiciones, conciertos, es decir, distintas manifestaciones culturales que eran casi vedadas para un habitante del interior; otros, que habían participado en cursillos de vacaciones, conocían ya algo de lo que un curso de un año podía significar en profundidad para su futuro quehacer docente; otros no traían una expectativa definida.
Allí estaba aquel edificio que sobresalía en la zona rural en que se enclavó en una época en la que había rubros para buenos edificios escolares, grandes, ambiciosos, demostrando tal vez que se quería ser fiel al pensamiento vareliano en cuanto al efecto que la educación podía producir en curar los males de la República. No sé qué destino iba a tener ese local cuando fue concebido, sé que durante 1959 y 1960 albergó dos generaciones de maestros que cursaban su especialización rural y allí, en un porcentaje superior al 90 %, quedarían comprometidos con la doctrina de la Educación Rural. Con las adaptaciones mínimas, se contaba con dormitorios, aulas, biblioteca, taller, comedor, cocina, a lo que debe agregarse lo que se iba construyendo, tales como porqueriza, cancha de básquetbol y voleibol, apiario, huerta, frutales, forestales, jardín, etc. etc.
Allí estaba el equipo humano: Homero Grillo y Ana María Angione, Weyler Moreno, José González Sena, Mariana de Mello, Zulema Nocedo, Blanca Izquierdo, a los que se sumaron por algún tiempo especialistas en el área de la salud.
Las actividades comenzaban temprano en la mañana y terminaban en la tardecita, extendiéndose a veces hasta tarde en la noche. Se alternaban clases teóricas con prácticas, tareas en la huerta, vacunación en el gallinero de Briano ( un maestro de la zona), poda en la quinta frutal de algún vecino que cedía su establecimiento para nuestra práctica, construcción de la porqueriza, delimitación de la cancha de básquetbol, construcción de tableros y piso, medición del predio y confección del plano, corte de árboles y reconocimiento de la edad de los mismos, elaboración de conservas, uso de herramientas de carpintería, confección de murales con distintas técnicas, participación en las actividades de recreación con los jóvenes de la zona o en asambleas de productores, etc., etc..
La multiplicación de tareas abordadas nos llevaban de Erich Fromm. y “El Miedo a la Libertad” al pitecantropus erectus, de la prevención de diarreas infantiles a las ayudas audiovisuales, a la alimentación racional o a la canción o la danza.
Rápidamente aquello se fue transformando en un colmenar y del yo individual y difuso fuimos pasando al nosotros definido y conciso. Todo era experiencia, práctica con un sustento teórico. Y así se efectuaban las evaluaciones, cada vez más críticas y objetivas. Se integraban los equipos, se salía a las escuelas de la zona a vivir la real situación del maestro, fieles a los enunciados del programa rural vigente en aquel entonces (el del Congreso de Piriápolis de 1949) en lo que hace referencia a que el aula es hasta el último centímetro de la Escuela y su zona y que “la Escuela es la casa de los hijos del pueblo”.
Al igual que en la verdadera familia, se participaba de todo, se compartían las vicisitudes económicas cuando las partidas no llegaban y se hacía difícil enfrentar la alimentación de tan numerosa prole, o las disposiciones vigentes frenaban o impedían la expansión de la “luz del instituto Normal Rural” o ya se avizoraba el accionar del Inspector Adjunto a la Dirección General que, con su nuevo organigrama, daría por tierra con ésta y otras experiencias de Educación Rural, a lo que tan claramente se referiría nuestro inolvidable Julio Castro en aquel artículo titulado “Los caballos en la huerta”.
Del Instituto Normal Rural no se sacaban recetas a seguir al pie de la letra, se obtenían caminos viables, posibilidades, sabiendo que cada circunstancia determina los medios para llegar al mismo fin.
Llegaba el fin de año, venía la elaboración de tesis y su sustentación.
Al próximo año reiniciaríamos nuestra labor docente en el departamento del cual proveníamos, obligatoriamente por dos años (la beca lo determinaba) como mínimo en una Escuela Rural. Allí estábamos de regreso, con una nueva postura, rehechos, sacando fuerzas de flaqueza, intentando darle a la Escuela Rural nuevo impulso, revitalizándola, mirando con optimismo nuestro hacer, haciendo caso omiso de las dificultades, volcándonos al trabajo con fervor, con fe y entusiasmo.
Ya no sentíamos la angustia de la soledad, pues nuestra tarea se hacía en conjunto con las escuelas vecinas. Los becarios del departamento, si era posible, elegiríamos escuelas próximas y si no, alimentábamos la llama encendida en el Instituto Normal Rural con reuniones periódicas al estilo evaluación de las que habíamos participado en el Instituto, o de las vividas en el Núcleo Experimental de La Mina, ya que dentro del programa cumplido en la Especialización Rural, contó, además, la visita durante una semana o quince días, a lugares dentro del país en los que se realizaran experiencias de Educación Rural. En 1960 se dividió el grupo, una parte (entre los que me contaba) visitó La Mina y otra viajó a Perseverano en el departamento de Soriano donde realizaban su trabajo los maestros Gándara y Mendívil.
Los maestros egresados entonces nos reuníamos periódicamente, arribábamos a acuerdos, a líneas generales de trabajo. Iniciábamos así ensayos que tornaron las escuelas verdaderamente activas, dinámicas y consustanciadas con los problemas de su propio medio. Ningún problema de la zona nos fue ajeno, habiendo incursionado, además de la tarea clásica con niños, en actividades tales como recreación para jóvenes y adultos, alfabetización de adultos, clubes de madres, programas de huertas vecinales, etc., etc.
Fuimos conscientes a nuestro regreso de que estábamos obligados ante la nación a preparar al niño campesino al igual que al del medio urbano para que tomara conciencia del papel que desempeñaría en la vida social y de su responsabilidad de ciudadanos, marchando junto a su hermano adolescente o joven, junto a sus padres y abuelos, hacia la conquista de situaciones mejores. Tomamos conciencia de la necesidad de dignificar la figura de la mujer del campo y con ella se planearon actividades que conllevaban ese distante fin. Supimos entonces que la Escuela es una agencia educativa que debía coordinar sus esfuerzos junto a las que actuaran en el medio y que, si no las había, debía ser el centro educacional impulsor de una nueva dinámica de las comunidades.
Cuando en un encuentro casual hace pocos días de ese 1986 que finaliza, la querida profesora Yolanda Vallarino y el maestro Soler me plantearon que, como exalumna del Instituto Normal Rural diera mi testimonio, comprendí de inmediato que el requerimiento superaba mis posibilidades máxime en este momento en que estoy alejada de toda actividad docente. Traté de tomar contacto con compañeros que vivieron esta inédita experiencia, pensé en José Pedro Núñez, Luis Gómez, Carolina Sosa, quienes con su capacidad podían completar con mayor jerarquía este trabajo. El no haber podido eludir la responsabilidad determinó que una noche, ya sobre el plazo acordado, hilvanara estas líneas.
Como decía al principio, tan sólo recordar el Instituto Normal Rural hace afluir una multiplicidad de recuerdos de difícil ordenamiento, quedando sin duda aspectos de relevancia sin anotar.
Permítaseme al finalizar un recuerdo muy especial a quien dirigió aquel excepcional equipo de maestros-profesores, me refiero al maestro de maestros, Homero Grillo.